"Me parecía que el agua, el cielo, las nubes, los árboles, tenían conciencia de la dicha que me proporcionaban. No tenía ninguna idea preconcebida. Ser pintor no es un profesión, como no lo es ser anarquista, amante, corredor, soñador o aficionado al boxeo. Es un capricho de la naturaleza."

MAURICE DE VLAMINCK (1929)

miércoles, 10 de junio de 2009

CASI 20 VIDAS

GRANDES ESPERANZAS, GRANDES MENTIRAS



Le gustaría mirar por un prisma de cristal que reflejase el largo camino recorrido, y poder ver a su madre en aquella sala de partos, atendida por un grupo de rollizas enfermeras, en ese hospital al lado de las oxidadas vías de tren. Le gustaría ver igualmente a su padre, expectante, afuera, con un vaso de plástico en la mano, mirando el reloj de muñeca en intervalos de veinte minutos, relamiéndose del bigote la espuma del expreso de máquina. A sus abuelos, muy lejos de aquel barrio de casa grises, muy lejos de aquella ciudad ennegrecida por el carbón, en el campo, donde los rayos del sol siempre reinan, y el verde de los viñedos hace el amor con ellos. Nada de todo aquello le contaron. Nunca se atrevió a preguntarlo, como hacen en las buenas películas, en las novelas de calidad. Lo reflejado en el prisma tan solo es fruto de su imaginación y de los despojos de comentarios de aquí y de allá.



Le gustaría tomar al azar una caracola de entre todas las de la playa, y acercarla a su oído para escuchar los pensamientos de su mente aún virgen, aún no mancillada por los excesos de la desidia y la podredumbre de la madurez. Le gustaría escucharse a sí mismo soñando con el futuro, imaginándose adulto y formado.



Le gustaría verse de niño, con 8 años, cuando París aún simbolizaba el amor, la magia y la luz; cuando Montmartre solo era un barrio donde los artistas habían decidió vivir libres, y no morir de hambre por un simple capricho llamado rebeldía. Le gustaría evocar los pensamientos de ese niño si ahora lo viera, con casi 20 años, si de verdad cumple las expectativas que se imaginó para sí mismo mientras leía a Verne o a Stevenson. Desearía que ese niño viniese ahora, y le dijera que no es una decepción, que se ha convertido en ese hombre que siempre había fantaseado ser.


Precisamente, sospecha que el adulto que es ahora, solo cumpliría un mísero y poco loable requisito de cuantos deseaba para la madurez. Solo la barba que luce ahora, que cubre ásperamente su cara, que le hace aparentar más edad de la que tiene, podría aceptarse tristemente como cumplimiento de esa adultez idealizada. Pero el vello que cubre su mandíbula para nada se asemeja a la de los Cristos de los cuadros de Velázquez, de El Greco o de Rembrandt que de pequeño llenaron su imaginario, sino más bien a los mendigos y personajes enfermos por la civilización que años más tarde vio en las películas de Fellini o de Sergio Leone. Eran barbas de seres crueles, de sátiros impasibles ante el paso del tiempo.


Sospecha cuáles fueron las deficiencias que le impidieron convertirse en el héroe literario que deseaba ser. Podría, con esas sospechas, realizar una lista con sus errores, pero no puede. Algo se lo impide. Quizá la melancolía que le embarga sin desearlo. Quizá la época en la que vive, plagada de plazos que se acaban, de amistades de conveniencia, de despedidas secuenciales. Recuerda la inocencia de su niñez, en medio de la naturaleza, con carreras persiguiendo el idilio y la curiosidad, descubriendo las sombras que se proyectan tras la felicidad. Recuerda un pueblo, en medio de un llano, rodeado de viñedos. Recuerda una casa en ese pueblo, con un desván, lleno de saber, de libros y de gatos. Recuerda cómo llegaron a él las pinturas de Toulouse-Lautrec, de Van Gogh y de Picasso, sin que supiera aún muy bien lo que era la realidad.










Todavía puede ver a aquella niña de pelo pajizo al lado de esa casa, y sentir la valentía y el arrojo de los primeros amores, cuando se comienza a descubrir que es posible sumergirse en una mirada al igual que puedes sumergirte en las aguas del mar. Todavía siente el calor por sus venas resultado del primer beso. Recuerda el tacto de sus labios; lo que no puede recordar nítidamente es su rostro. Fue algo pasajero, pero que con los años se vuelve más y más fuerte.


El tiempo avanzó, y el amor se convirtió en deseo por el miedo a la pérdida que provoca la adolescencia. Solo hubo alguien a quien amó, alguien que le marcó tanto, alguien que estuvo por encima del deseo y del sexo, por encima de la veneración y la posesión. Muchos años después de aquel beso a la niña en una tarde de verano, junto a la casa de aquel pueblo, vino alguien que le enseñó a amar de verdad, a descubrir la vida tal cuál es. A la edad en que las revoluciones aún parecen posibles, descubrió lo que es el amor, y ya nunca sentiría lo mismo.


Después intentó cerrarse más en sí mismo, viajar más, leer y tener más experiencias vitales fuera de esa jungla virtual que crean las indutrias culturales. Pero aún sigue teniendo esa sensación de vacío abismal…

Quisiera, aún en la actualidad, encontrar ese borrado corrosivo que consiga eliminar todo aquello que le aflige del pasado. Apenas le importan los éxitos y los momentos felices, pues lo único que sobrevive al tiempo son los fracasos y las decisiones mal tomadas, y las sombras y los fantasmas que se proyectan de ellos. Y no puede por menos volver a caer en el mismo error que cuando era un muchacho, e imaginarse a sí mismo con 20 años más, ya un hombre sabio, cabal, con ningún remordimiento, con miles de experiencias y verdades vividas, con ningún pesar sobre el pasado, preparado para afrontar una última etapa del camino sin retorno... Sabe que se equivoca, y que esas cábalas volverán a él en su cuadragésimo cumpleaños, en el otoño de su vida. Volverá a leer estas líneas, y sabrá, como ha intuido a lo largo de estos 20 años, que solo la escritura es la única forma eficaz de contar historias.