"Me parecía que el agua, el cielo, las nubes, los árboles, tenían conciencia de la dicha que me proporcionaban. No tenía ninguna idea preconcebida. Ser pintor no es un profesión, como no lo es ser anarquista, amante, corredor, soñador o aficionado al boxeo. Es un capricho de la naturaleza."

MAURICE DE VLAMINCK (1929)

domingo, 26 de junio de 2011

QUE LOS DIOSES NOS DEJEN EN PAZ

El arte corre a la sombra



You gotta keep the devil
way down in the hole

TOM WAITS





Ahora que ha llegado el eterno momento de las despedidas, otro momento de reflexión. Ahora que los muelles del cambio han saltado, desbaratando todo el orden y control, es cuando más conscientes somos del Quo vadis? Ahora que la incertidumbre vuelve a tomarnos presos, las preguntas afloran.

Ahora que tenemos que movernos rápido, el tiempo se detiene, otorgándonos en su infinita desconsideración, un sitio para encontrarnos a nosotros mismos.

Así que aquí estoy, martirizando de nuevo este blog con otra impresión ensayística para hastío de Fernando, lanzando hipótesis pseudo-todo (filosóficas y científicas) para la desesperación de Lázaro.

Y el viento que se levanta de la detención de la rapidez del mundo, me trae visiones.

Veo a un hombre con la frente marcada con el estigma del condenado, con el recuerdo de la muerte de su hermano y de sus moscas en la boca, pateando la tierra yerma y gris, en busca de la nada, expulsado y estigmatizado por un dios cruel, violento y aleatorio. Un dios egoísta que no es más que un deus ex machina que precipita el relato. Caín tiene la sombra del fratricidio en sus manos, pero dios (con minúscula) se la colocó en la frente, como símbolo de la condena pero también de la protección. Dios se dio cuenta de la importancia esencial de Caín: frente a la insustancialidad de Abel, Caín encarna la contradicción humana, la riqueza moral del envidioso, del ser que debe esforzarse al máximo por ser el favorito. Es el que sufre al ver que sus sacrificios no sirven para nada, el que se ve poco a poco relegado al olvido. El asesinato se presenta como una cuerda incandescente, como un acto permitido ante los ojos del dios que ha provocado la situación premeditadamente, que ha empujado al hermano torturado en un asesino, a condenarlo, que podía haber detenido su mano. En el mismo juego de pecado-redención, lo convierte en su agente. Saramago, pero ya antes Unamuno, se percataron de la esencia dramática y metafórica del condenado, del personaje oscuro, primordial para la redimensionalidad narrativa.

Y los actos perversos y caprichosos se extienden más allá de Caín, primer hombre que pactó con su señor. El pobre Job es la víctima de una apuesta. Lot sobrevive a un holocausto solo para ver las penurias incestuosas de la posguerra. Un joven Isaac está a punto de ser asesinado por la desesperación que movió los miembros de Caín. Dios juega con los humanos, pone y quita reinados, destruye y levanta imperios, deteriora tronos, destruye con total sinrazón.

Los dioses son esa parte incontrolable, esa peripecia inmortal de la que no somos conscientes. Son esa fuerza que cambia los cursos de las historias. Más humanos, los dioses de la Ilíada o la Odisea se convertían en los protagonistas, y terminaban o empezaban guerras. Dioses antropomórficos, que mezclaban su sangre con los humanos, y los inspiraban. Apolo lanzaba sus flechas; Neptuno movía sus mareas; Zeus saciaba sus lujurias; Prometeo, su santorronería hipócrita, dándole la primitiva ciencia al ser humano; por no hablar de Eros o Hades. Pigmalión fue castigado horriblemente. El escultor creó una obra perfecta, de una belleza inmortal, y por una travesura divina, esa belleza fue condenada a la caducidad humana, dotándola de respiración.


Las fuerzas no humanas toman la iniciativa en los dramas más clásicos. Las tres brujas de Macbeth inician un ciclo infernal de regicidios y traiciones, sembrando en su corazón la semilla de la ambición, como un estigma del condenado. Su lady Macbeth no es más que la racionalización de esa emoción imparable. Los éforos se imponían como el vínculo con los dioses, y se cruzaban en el camino de los reyes espartanos para que respetaran la Ley por encima de la libertad griega, la Ley de la imprevisibilidad.

Pero esta imprevisibilidad no solo se encarna en dioses. También en la ciencia, como en las novelas de Orson Scott Card, novelista de ciencia ficción que toma toda la fuerza humanista de Steinbeck. En esta ocasión, los dioses somos los humanos, ante otras razas alienígenas. Se nos confiera una capacidad prometéica que no sabemos gestionar, pues no somos más que larvas que no hemos aprendido la metamorfosis, como los insectores defienden. Otras veces será la droga o los virus la peripecia que detona el relato. Otras, la ciudad, como en The wire, donde la red imposible de desanudar asfixia las ambiciones del héroe, y no nos queda más que la red, nos es imposible, pues, esa mirada única. No tenemos más remedio que mirar el bosque.



Lo que he querido decir a lo largo de esta mala exposición, es que el mundo de la creación se rige por algo inconmesurable, inprevisible. Se mal-encarna en dios o dioses, en fuerzas telúricas salvajes, oscuras. Se le llama satán o dios, pero no es más que ese hemisferio artístico de nuestro cerebro. Dios es una convención/invención; la ciencia ficción no es la ciencia de Nobel, aunque él supo apreciarla literariamente, más allá de su implicación en la evolución de las naciones. Tal vez por eso mismo, por que la ciencia en sí, sin pasar por el filtro artístico, es en ocasiones un instrumento de destrucción, como su TNT. Por eso su premio a la literatura.

Los dioses, la peripecia, no es más que el encuentro con nuestras pesadillas, con nuestro lado oscuro. Nuestro hemisferio artístico es la puerta hacia el infierno personal, hacia las fuerzas oscuras irrefrenables que mediante un pacto nos otorgan los poderes peripatéticos de la creción artística. Esas fuerzas irrefrenables nos permiten la voz hiper-sensitiva de la poesía, esa voz gigante y extraña que da cuenta de las cosas imperceptibles, de la abstracciones más in-mediatas. Diábolus in música. Et in arcadia ego. Gestionar ese pacto oscuro que crea los peores dioses, los peores pecados, los peores inventos, los paisajes más desolados, es el estigma distintivo del artista. Nuestra pulsión artística vive en la oscuridad, en la parte de nuestra alma que queremos acallar constantemente. Es una caja de Pandora que dejamos velar para poner unas riendas. Es inmoral. El vacío ateo es el folio en blanco. La luz divina, el horror vacui de la obra acabada.