
Le gustaría mirar por un prisma de cristal que reflejase el largo camino recorrido, y poder ver a su madre en aquella sala de partos, atendida por un grupo de rollizas enfermeras, en ese hospital al lado de las oxidadas vías de tren. Le gustaría ver igualmente a su padre, expectante, afuera, con un vaso de plástico en la mano, mirando el reloj de muñeca en intervalos de veinte minutos, relamiéndose del bigote la espuma del expreso de máquina. A sus abuelos, muy lejos de aquel barrio de casa grises, muy lejos de aquella ciudad ennegrecida por el carbón, en el campo, donde los rayos del sol siempre reinan, y el verde de los viñedos hace el amor con ellos. Nada de todo aquello le contaron. Nunca se atrevió a preguntarlo, como hacen en las buenas películas, en las novelas de calidad. Lo reflejado en el prisma tan solo es fruto de su imaginación y de los despojos de comentarios de aquí y de allá.
Sospecha cuáles fueron las deficiencias que le impidieron convertirse en el héroe literario que deseaba ser. Podría, con esas sospechas, realizar una lista con sus errores, pero no puede. Algo se lo impide. Quizá la melancolía que le embarga sin desearlo. Quizá la época en la que vive, plagada de plazos que se acaban, de amistades de conveniencia, de despedidas secuenciales. Recuerda la inocencia de su niñez, en medio de la naturaleza, con carreras persiguiendo el idilio y la curiosidad, descubriendo las sombras que se proyectan tras la felicidad. Recuerda un pueblo, en medio de un llano, rodeado de viñedos. Recuerda una casa en ese pueblo, con un desván, lleno de saber, de libros y de gatos. Recuerda cómo llegaron a él las pinturas de Toulouse-Lautrec, de Van Gogh y de Picasso, sin que supiera aún muy bien lo que era la realidad.
El tiempo avanzó, y el amor se convirtió en deseo por el miedo a la pérdida que provoca la adolescencia. Solo hubo alguien a quien amó, alguien que le marcó tanto, alguien que estuvo por encima del deseo y del sexo, por encima de la veneración y la posesión. Muchos años después de aquel beso a la niña en una tarde de verano, junto a la casa de aquel pueblo, vino alguien que le enseñó a amar de verdad, a descubrir la vida tal cuál es. A la edad en que las revoluciones aún parecen posibles, descubrió lo que es el amor, y ya nunca sentiría lo mismo.

Quisiera, aún en la actualidad, encontrar ese borrado corrosivo que consiga eliminar todo aquello que le aflige del pasado. Apenas le importan los éxitos y los momentos felices, pues lo único que sobrevive al tiempo son los fracasos y las decisiones mal tomadas, y las sombras y los fantasmas que se proyectan de ellos. Y no puede por menos volver a caer en el mismo error que cuando era un muchacho, e imaginarse a sí mismo con 20 años más, ya un hombre sabio, cabal, con ningún remordimiento, con miles de experiencias y verdades vividas, con ningún pesar sobre el pasado, preparado para afrontar una última etapa del camino sin retorno... Sabe que se equivoca, y que esas cábalas volverán a él en su cuadragésimo cumpleaños, en el otoño de su vida. Volverá a leer estas líneas, y sabrá, como ha intuido a lo largo de estos 20 años, que solo la escritura es la única forma eficaz de contar historias.