"Me parecía que el agua, el cielo, las nubes, los árboles, tenían conciencia de la dicha que me proporcionaban. No tenía ninguna idea preconcebida. Ser pintor no es un profesión, como no lo es ser anarquista, amante, corredor, soñador o aficionado al boxeo. Es un capricho de la naturaleza."
MAURICE DE VLAMINCK (1929)
MAURICE DE VLAMINCK (1929)
viernes, 19 de julio de 2013
LA CAMPANA
Los
habitantes de la vieja Ciudad Crucero se criaban junto a las vías de tren.
Nacían en el precario centro médico edificado frente a la estación; pasaban su
niñez entre los tramos electrificados de las vías, con los peligrosos juegos y
las rivalidades familiares como legado; y cuando eran adultos, montaban un
negocio relacionado siempre con el tren, un taller, una cafetería, un quiosco,
algo para satisfacer las necesidades de ese titán de acero que pasaba impasible
por la ciudad. Los que tenían más suerte
se marchaban de allí, pero eran muy pocos. Los ciudadanos vivían para ver pasar
el convoy. Se despertaban con la esperanza de que fuera ése el día en que el
tren parase en la ciudad. Habían pasado quince años desde la última vez que se
detuviese allí.
Todos
los padres de Ciudad Crucero estaban preocupados por los peligrosos juegos que
los niños practicaban en las vías. Sabían los riesgos que ocasionaban esos
juegos. Ellos mismos a su edad los habían experimentado también. Pero el tren
al que ahora se enfrentaban sus hijos era treinta veces más veloz, por lo que
el juego de cruzar las vías del tren cuando las barreras están echadas y las
luces encarnadas, se volvía ahora mortífero. El tren tardaba apenas tres
segundos en cruzar las vías de la ciudad.
Con
terribles castigos, los padres y las instituciones educativas coartaban a los
niños de rondar las vías del tren, recluyéndolos en las casas atados al sofá
frente al televisor. Pero los muchachos se resistían a la autoridad, y el
gobierno militar decidió tomar medidas más drásticas, pues las conductas
temerarias de los niños podían afectar al tránsito normal del tren y retrasar
la llegada de su mercancía a alguna de las capitales en guerra. Instalaron en
la ciudad salas con los últimos videojuegos de realidad virtual, en las que
inyectaban endorfinas en el aire para tenerlos controlados. O premiaban con
grandes sumas de dinero a los niños y a sus familias que informaban de una
futura competición.
A
pesar de estos esfuerzos, los muchachos de la ciudad siempre escapaban y se
reunían alrededor del cruce, pues solo había una manera de solucionar las
rencillas diarias que surgían en la escuela: el juego mortal y tradicional de
cruzar las vías del tren.
Aquel
largo verano, cuando los tonos ocres y oxidados de Crucero tomaban su máxima
expresión, dos niños se retaron a cruzar las vías. Ninguno de los dos recuerda,
ya de mayores, el porqué de la riña. Un leve sabor a hierro y barro les trae la
imagen de una niña, o de un empujón en las escaleras a la hora del recreo, o de
una chanza sobre las carnes obesas y desteñidas del físico de uno de ellos o de
una falsa acusación de prostitución sobre una de las madres. El caso es que aquella
calurosa tarde estival todos los niños iban a presenciar el enfrentamiento
entre Abelardo Miguel Fuertes, apodado despectivamente como “Blanquito”, y
Jonathan Jiménez, al que todos conocían como “el Pelos”.
Además,
los dos niños iban a inaugurar una nueva modalidad en el juego del tren. Esperarían
de pie, juntos, uno al lado del otro en la vía, a que llegase el mastodonte de
hierro. El primero que se quitase sería el perdedor y estaría condenado a la
campana. El Pelos nunca había perdido a ninguno de los juegos del tren, y
Blanquito nunca había participado en alguno. Por lo tanto, lo niños esperaban
la derrota de Blanquito de manera previsible.
Uno
de los barriles de latón que pertenecía al inventario de escombros que se
esparcían alrededor del cruce servía como campana. El perdedor del juego se
ponía de rodillas y le colocaban por encima el bidón, cubriendo todo su cuerpo.
A continuación, todos los chicos allí presentes comenzaban a golpear con palos
el bidón, durante al menos quince constantinoplas,
dependiendo de las veces que llevase perdiendo al juego. Era un castigo duro,
por lo que nadie se podía permitir perder, no solo por el calvario de estar
durante quince constantinoplas en aquel infierno de ecos metálicos, si no por
la humillación consiguiente y el riesgo de volver a perder, ya que las
constantinoplas se duplicaban.
Pedro
María de la Torre, uno de los más jóvenes vigilantes de la estación, estaba
compinchado con los muchachos para tales prácticas. Le hacía gracia cómo había
cambiado el juego en el que no hacía tanto él se veía envuelto. Les avisaba de
la hora en que pasaría el tren y cuándo se cerraría la barrera. Se arriesgaba a
una sanción grave si se desvelaba su participación, y al destierro si alguno de
los chicos moría. Pero Pedro María siempre había tenido un problema con la
autoridad y el trabajo de vigilante no le granjeaba grandes satisfacciones. El
riesgo de ser descubierto y de poner en peligro las vidas de los muchachos era
una isla en medio de su océano de mediocridad.
A
la hora convenida y con resolución feroz, los dos chicos se colocaron sin
mirarse en la vía, sin perder de vista el horizonte. No se veía nada.
Blanquito, con su apariencia débil, sus carnes fofas y su peinado de adulto,
estaba dispuesto a todo, no le importaba morir: quería romper el gobierno
despótico al que les tenía acostumbrados el Pelos. Así que allí aguantaría,
hasta el final.
Con
un sonido horripilante, el tren anunció su llegada. El sonido, mezcla de
hierros expandiéndose y de tela rasgada, anunciaba la violencia de la máquina
por lo que, antes de que llegase a verse siquiera, el Pelos se asustó y saltó
fuera de la vía. Gritaba a Blanquito que se apartase, que el tren lo iba a
matar. Blanquito no lo oía, y disfrutaba de su superioridad, gritando y
brincando en la vía, sintiéndose ganador por primera vez en su vida. A la
velocidad del rayo, el Pelos se abalanzó sobre Blanquito, salvándole la vida,
un instante antes de que el tren pasase como un espíritu colosal, con una
estela de hojas secas, periódicos propagandísticos y ventisca ocre de arena.
Los dos chicos fueron arrastrados varios metros. Al cabo de media hora, fueron
encontrados más allá del cruce, magullados pero vivos. Blanquito seguía con su
alegría vencedora. Todos sabían que la tiranía del Pelos había acabado.
Desde
que el Pelos entró en la campana y aguantó estoicamente mientras los chicos
contaban las quince constantinoplas y golpeaban con furia el bidón, Blanquito
se convirtió en líder supremo. El niño cambió completamente, física y
psíquicamente. Todas las actividades clandestinas pasaban por su aprobación y
nunca fue vencido en ningún juego de tren, porque ningún niño se atrevió a retarlo.
Se rumoreaba que Blanquito estaba un poco loco. Bajo el reinado de Blanquito,
el Pelos se mantuvo a la sombra, ignorados por todos y rabiando la envidia por
su rival.
Cuando
cumplieron los quince años, el tren se detuvo en Crucero. Toda la ciudad
pareció revivir y sus habitantes se agolparon en la estación. El motivo de la
detención era la búsqueda de reclutas jóvenes para los frentes nacionalistas.
El gobierno militar necesitaba jóvenes quinceañeros, sin importar perfil o
abolengo social. Los padres de Blanquito lo alistaron sin dudarlo, pues en los
últimos años su hijo se había convertido en un delincuente y había descuidado
sus estudios, rechazando un futuro en la tienda de mecánica ferroviaria de su
padre. Del mismo modo, los padres del Pelos hicieron lo mismo con su hijo, pues
eran de aquellas familias pobres que vivían en las casas abandonadas del otro
lado del cruce, y hacía años que no se podían hacer cargo de su hijo, por no
hablar del futuro de miseria que le esperaba ocupando edificios abandonados en
ruina.
Así
que los dos niños compartieron destino en aquel tren, sentados cada uno en la
otra punta del vagón, sin mirarse, sin hablarse, solo vigilando el reflejo el
uno del otro en el techo de cristal, como un sobrante de la antigua rivalidad
infantil.
En
la capital, les asignaron un número de registro y un barracón. Debido a la
cercanía de sus números de registro, Blanquito y el Pelos compartieron la misma
actividad, de forma silenciosa y fingiendo no conocerse, enterrando de mutuo
acuerdo el pasado de Crucero. De esta manera, los dos entraron a formar parte
de un experimento que el ejército estaba realizando sobre en el cuerpo de
artilleros. Blanquito y el Pelos eran cobayas para probar un nuevo traje de
seguridad que retenía la energía cinética de las explosiones. El traje se
componía de varios módulos formados por pesados armazones cuyo diseño estaba
basado en la constante de Boltzmann. Cada armazón protegía una extremidad del
cuerpo, ajustándose como un exoesqueleto incómodo y aparatoso. La armadura se
completaba con un peto que cubría el torso, y un casco – gorjal que reducía
drásticamente la visión.
En
un principio, los muchachos fueron testados en diversas pruebas antes de
hacerles vestir el traje. Se les expuso a atmósferas con una presión superior a
los de la Tierra. Se les sometió a ejercicios de resistencia térmica, así como
psicológica. Se les obligó a participar en actividades para superar el umbral
del dolor. Muy pocos pasaron estas pruebas. Muy pocos consiguieron vestir el traje.
De
nuevo, de mayores, los dos niños no recordaban el porqué de su rivalidad en el
campo de pruebas, pero ambos pasaron las pruebas y fueron miembros del cuerpo
de artilleros y detonaciones. Quizá recordaban la infancia metidos en el bidón,
mientras los demás chicos golpeaban el oxidado metal. Junto a un selecto grupo,
fueron los reclutas más jóvenes en probar el traje en el campo de batalla.
Entraron
los primeros en aquel pueblo del norte. Eran cinco hombres vestidos con el
traje especial, para barrer y detectar las minas y explosivos que hubiese
colocado la guerrilla. El resto del ejército esperaba a la entrada a que los
artilleros limpiasen la zona, antes de continuar la marcha hacia la capital. Las
primeras explosiones comenzaron a oírse a los pocos instantes en que los cinco
hombres se desplegaron. El pueblo abandonado estaba plagado de explosivos. Era
una trampa.
Edificios
enteros estaban repletos de bombas caseras y de explosivos extranjeros donados
por los países que ayudaban a la causa rebelde. Blanquito y el Pelos iban
juntos. Blanquito iba despistado con las detonaciones que se oían a lo lejos y
no se dio cuenta del mecanismo que pisaba. La metralla y la bola de fuego le dieron
de lleno, envolviéndole y lanzándole a varios metros contra unos soportales. El
Pelos se acercó a él y vio que había aterrizado en una zona llena de bombonas
de carburante. Al caer, había presionado una báscula que soltaba el queroseno
de las bombonas, que se acercaba lentamente a un par de teas encendidas. Al
intentar ayudarle acercándose a él, el Pelos se había condenado. La bola de
fuego los envolvió a los dos.
Aquella
explosión fue la maestra. Provocó las mechas y mecanismos de las otras y la
ciudad se convirtió en un infierno. El ejército vio como la ciudad ardía
completamente en ese efecto dominó infranqueable, con lo que decidieron tomar
un rodeo, sin esperar a los cinco artilleros. Supusieron que el traje no les sirvió
y que ninguno de ellos sobrevivió. Así que tomaron el camino del desfiladero,
que rodeaba el pueblo, lo que les llevó a otra trampa de la guerrilla, que les
esperaba escondida entre los árboles. Pero eso es otra historia.
Nadie
se preocupó por Blanquito y el Pelos. Murieron juntos, como amigos, dejando a
un lado la rivalidad que traían de Crucero. Sus familiares recibieron un papel en
el que se notificaba la defunción de los muchachos, pero nunca recibieron
cuerpo alguno. Se celebraron ambos entierros con ataúdes huecos, con miradas
vacías.
Sin
embargo, dos siluetas salieron del pueblo en llamas aquel día. Sintieron una
sensación familiar, como cuando los golpes cesaban y salían de aquel bidón de
latón, cuando todo acababa y sentían una zozobra aliviadora al saber que
perdieron el juego. Al parecer, el traje cumplió su cometido y los mantuvo con
vida en mitad de aquella tormenta ígnea. Olvidados por todos, ni la guerrilla
ni el ejército los encontró nunca. Vivieron en el monte, como amigos, cazando y
durmiendo bajo la copa de los árboles. Su presencia fue notada en ocasiones por
las patrullas rebeldes, como un susurro más de los que pueblan el bosque.
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