"Me parecía que el agua, el cielo, las nubes, los árboles, tenían conciencia de la dicha que me proporcionaban. No tenía ninguna idea preconcebida. Ser pintor no es un profesión, como no lo es ser anarquista, amante, corredor, soñador o aficionado al boxeo. Es un capricho de la naturaleza."

MAURICE DE VLAMINCK (1929)

martes, 27 de enero de 2015

domingo, 1 de junio de 2014

LA BESTIA





Con las últimas luces del ocaso, el niño miraba a su tía cómo recogía la ropa tendida al viento, en el patio trasero de la casa. Cuando la mujer acabó, miró al niño sonriendo.

-Pero qué guapo es mi sobrino Ángel.

Tras esta reflexión y como si no estuviera haciendo algo absurdo y sin sentido, colocó en la cuerda un pañuelo rojo muy llamativo y grande. Recogió el balde con la ropa seca y entró en la casa. Ángel no preguntó, porque sabía perfectamente lo que significaba ese pañuelo: su tío del monte vendría a casa aquella noche.
Dejando el solitario y ridículo pañuelo, Ángel siguió los pasos de su tía. En la cocina, una olla de barro barbotaba al fuego. La anciana abuela removía el guiso y cortaba pan de la hogaza. Ángel ya sabía todas las respuestas, pero preguntaba para poner en un aprieto a la vieja.

-Abuela, ¿por qué usas hoy la cazuela grande?
-¿Quién se va a comer tantas sopas de ajo, abuela?
-¿Llevan trucha? ¡Pero sí hoy no es Pascua!
-Abuela, ¿por qué te has arreglado esta noche si no hay rosario?

Al final, la anciana le pedía con la paciencia perdida que fuera a buscar a su abuelo y a su padre. Ángel obedeció taciturno, mientras corría hacia los huertos. Allí no encontró a los hombres. Seguramente estarían en la cuadra.
A través de la ventana del pesebre, vio a su padre atando una enorme vaca que se resistía y se quejaba de la gruesa soga. Los ojos nerviosos y oscuros de la vaca miraron a Ángel. De alguna manera, le estaban pidiendo auxilio. Pero tenía seis años y era mayor para que le diera pena que matasen a los animales. El abuelo colocó un poco de heno en el comedero y rellenó el caldero de agua. Se dirigieron a la puerta y mientras cerraban con llave, saludaron al niño como si fuera un adulto y disimularon muy mal su inquietud.
No preguntó para qué era la vaca. Se limitó a aguantarse la curiosidad, como se aguantaba el pis en las noches de invierno. Pues sabía perfectamente que esa noche vendría el tío del monte, el que llevaba años huido y escondido en la vieja mina, el perseguido por el gobierno y al que todos temían en el pueblo.
Con la tripa llena de sopas de ajo, Ángel miraba recortarse la silueta de la torre en el cielo estrellado por la ventana de la cocina. Su abuela, al lado, tejía en silencio dirigiéndole de vez en cuando alguna mirada por encima de las gafas. Ángel fingía no darse cuenta. La abuela miraba también a su padre, pidiendo silente ayuda. Todos callaban, aparentando normalidad. Pero la torre de la iglesia lanzó sus once campanadas, y entonces no hubo vuelta atrás. La abuela dejó la tarea y se dirigió a Ángel para que se fuera a la cama. Peleó como un campeón, como el Guerrero del Antifaz, de modo que tuvo que unirse su tía, y por último, su padre, que fue el golpe de gracia. Contra él y su sobriedad espartana no pudo nada. Con resignación y arrastrando los pies, enfiló el negro pasillo y se fue a la cama seguido de las dos mujeres.
Ya arropado y mientras recitaba la oración, pensó que lo mejor sería hacerse el niño bueno. Al finalizar la oración y como todas las noches, Ángel pidió por su madre muerta, que lo estaría mirando desde el cielo. Satisfechas, las dos mujeres le dejaron. Oyó cómo todos apagaban las luces y salían a la calle, cerrando la puerta con llave. Se habían tragado su pantomima.
Ángel se levantó y corrió hasta el patio. Conocía un hueco en la tapia de adobe que era justo de su tamaño. Se coló por él y atravesó las calles sin luz hasta los huertos, asustado y entusiasmado por correr una de esas aventuras de los tebeos, por ver por primera vez a su tío el del monte. Una luz amarilla salía de la ventana del chamizo. Se fue a esconder tras una de las salvajes matas que nacían al pie del sumidero y con las que su abuelo hacía escobas. Desde allí, era un espectador privilegiado de todo lo que ocurría en la cuadra. Vio a su familia, esperando en silencio con la humeante cazuela de sopas de ajo.
Al final de la calle, una silueta iba creciendo a medida que se acercaba. Era un hombre armado con una metralleta, como los soldados americanos que salían en “Hazañas Bélicas”. Se acercó a la familia y la luz del pesebre le lamió el rostro y Ángel pudo ver al fin a su tío el del monte. Era un hombre greñudo y barbudo, de aspecto feroz, que aparentaba unos treinta años muy mal llevados. Pero había algo en él de refinado, una especie de aristocrático anacronismo en su figura.  Su nariz y pómulos pronunciados despedían algo de salvaje, un reflejo de los urces y brezos por los que se arrastraba. Y sus ojos, la oscuridad de la cueva en la que se escondía. Con espasmo, el niño se fijó en que la metralleta que llevaba era falsa, un cúmulo de ramas y troncos atados con cordel que de lejos simulaban la forma de un arma de fuego. Era como si el tío no la necesitase para defenderse, como si solo la tuviese para asustar y anunciar de lejos su presencia.
Saludó adustamente a todos los miembros de la familia, que no se atrevían a mirarle a la cara. La tía y su padre, más jóvenes, tras el ortopédico abrazo, no pudieron disimular el asco que les producía su presencia. Todos experimentaban un miedo religioso, excepto la abuela, que lo observaba con orgullo en los ojos y el mentón elevado. Sin decir más, el tío se fue quitando la ropa lentamente hasta quedarse completamente desnudo. Miró a su familia y entró en la cuadra, cerrando la puerta tras de sí.
La vaca comenzó a respirar nerviosamente y sus mugidos amenazantes y golpes secos de las coces eran ensordecedores. Entre ellos, se podía adivinar el arrastrar de pies desnudos del tío sobre el cemento frío. De repente, un aullido desgarrador atravesó la noche y atrapó con un espasmo de terror a Ángel, que se creía seguro en su escondite. Al berrido le siguió el sonido del desplome del animal y un silencio líquido de gotas espesas. Su familia no quitaba la vista del suelo.
Se abrió con un breve quejido la puerta y salió el tío, cubierto de sangre desde la boca hasta los pies. La dentadura era brillante y blanca, simétricamente aterradora. El padre y el abuelo entraron en la cuadra sin mirarle y se llevaron a rastras el cuerpo sin vida de la vaca, que tenía la garganta destrozada. Después, el tío se lavó en el agua fría de la pila de piedra. De su boca no salía vaho. Se vistió en silencio. Con la expresión ahora mucho más cálida, se despidió de todos. La abuela le ofreció la cazuela de sopas.

-Querida bisnieta, no tenías que haberte molestado. Los compañeros te agradecerán este detalle.

Ángel no fue capaz de oír las palabras de su tío. Pero sí fue consciente cuando miró hacia el matorral y le sonrió. De alguna manera, el tío supo que estaba allí, pero no dijo nada. Solo le dirigió una mirada de complicidad, de conocimiento silente en el que se compilaron todos los años de niñez y juventud que le quedaban por delante, en un país ahogado por la posguerra y la superstición. Supo entonces que siempre habría un sitio para él junto a su tío, en lo salvaje del monte donde se forjan las leyendas.

viernes, 19 de julio de 2013

LA CAMPANA





Los habitantes de la vieja Ciudad Crucero se criaban junto a las vías de tren. Nacían en el precario centro médico edificado frente a la estación; pasaban su niñez entre los tramos electrificados de las vías, con los peligrosos juegos y las rivalidades familiares como legado; y cuando eran adultos, montaban un negocio relacionado siempre con el tren, un taller, una cafetería, un quiosco, algo para satisfacer las necesidades de ese titán de acero que pasaba impasible por la ciudad.  Los que tenían más suerte se marchaban de allí, pero eran muy pocos. Los ciudadanos vivían para ver pasar el convoy. Se despertaban con la esperanza de que fuera ése el día en que el tren parase en la ciudad. Habían pasado quince años desde la última vez que se detuviese allí.
Todos los padres de Ciudad Crucero estaban preocupados por los peligrosos juegos que los niños practicaban en las vías. Sabían los riesgos que ocasionaban esos juegos. Ellos mismos a su edad los habían experimentado también. Pero el tren al que ahora se enfrentaban sus hijos era treinta veces más veloz, por lo que el juego de cruzar las vías del tren cuando las barreras están echadas y las luces encarnadas, se volvía ahora mortífero. El tren tardaba apenas tres segundos en cruzar las vías de la ciudad.
Con terribles castigos, los padres y las instituciones educativas coartaban a los niños de rondar las vías del tren, recluyéndolos en las casas atados al sofá frente al televisor. Pero los muchachos se resistían a la autoridad, y el gobierno militar decidió tomar medidas más drásticas, pues las conductas temerarias de los niños podían afectar al tránsito normal del tren y retrasar la llegada de su mercancía a alguna de las capitales en guerra. Instalaron en la ciudad salas con los últimos videojuegos de realidad virtual, en las que inyectaban endorfinas en el aire para tenerlos controlados. O premiaban con grandes sumas de dinero a los niños y a sus familias que informaban de una futura competición.  
A pesar de estos esfuerzos, los muchachos de la ciudad siempre escapaban y se reunían alrededor del cruce, pues solo había una manera de solucionar las rencillas diarias que surgían en la escuela: el juego mortal y tradicional de cruzar las vías del tren.
Aquel largo verano, cuando los tonos ocres y oxidados de Crucero tomaban su máxima expresión, dos niños se retaron a cruzar las vías. Ninguno de los dos recuerda, ya de mayores, el porqué de la riña. Un leve sabor a hierro y barro les trae la imagen de una niña, o de un empujón en las escaleras a la hora del recreo, o de una chanza sobre las carnes obesas y desteñidas del físico de uno de ellos o de una falsa acusación de prostitución sobre  una de las madres. El caso es que aquella calurosa tarde estival todos los niños iban a presenciar el enfrentamiento entre Abelardo Miguel Fuertes, apodado despectivamente como “Blanquito”, y Jonathan Jiménez, al que todos conocían como “el Pelos”.
Además, los dos niños iban a inaugurar una nueva modalidad en el juego del tren. Esperarían de pie, juntos, uno al lado del otro en la vía, a que llegase el mastodonte de hierro. El primero que se quitase sería el perdedor y estaría condenado a la campana. El Pelos nunca había perdido a ninguno de los juegos del tren, y Blanquito nunca había participado en alguno. Por lo tanto, lo niños esperaban la derrota de Blanquito de manera previsible.
Uno de los barriles de latón que pertenecía al inventario de escombros que se esparcían alrededor del cruce servía como campana. El perdedor del juego se ponía de rodillas y le colocaban por encima el bidón, cubriendo todo su cuerpo. A continuación, todos los chicos allí presentes comenzaban a golpear con palos el bidón, durante al menos quince constantinoplas, dependiendo de las veces que llevase perdiendo al juego. Era un castigo duro, por lo que nadie se podía permitir perder, no solo por el calvario de estar durante quince constantinoplas en aquel infierno de ecos metálicos, si no por la humillación consiguiente y el riesgo de volver a perder, ya que las constantinoplas se duplicaban.
Pedro María de la Torre, uno de los más jóvenes vigilantes de la estación, estaba compinchado con los muchachos para tales prácticas. Le hacía gracia cómo había cambiado el juego en el que no hacía tanto él se veía envuelto. Les avisaba de la hora en que pasaría el tren y cuándo se cerraría la barrera. Se arriesgaba a una sanción grave si se desvelaba su participación, y al destierro si alguno de los chicos moría. Pero Pedro María siempre había tenido un problema con la autoridad y el trabajo de vigilante no le granjeaba grandes satisfacciones. El riesgo de ser descubierto y de poner en peligro las vidas de los muchachos era una isla en medio de su océano de mediocridad.
A la hora convenida y con resolución feroz, los dos chicos se colocaron sin mirarse en la vía, sin perder de vista el horizonte. No se veía nada. Blanquito, con su apariencia débil, sus carnes fofas y su peinado de adulto, estaba dispuesto a todo, no le importaba morir: quería romper el gobierno despótico al que les tenía acostumbrados el Pelos. Así que allí aguantaría, hasta el final.
Con un sonido horripilante, el tren anunció su llegada. El sonido, mezcla de hierros expandiéndose y de tela rasgada, anunciaba la violencia de la máquina por lo que, antes de que llegase a verse siquiera, el Pelos se asustó y saltó fuera de la vía. Gritaba a Blanquito que se apartase, que el tren lo iba a matar. Blanquito no lo oía, y disfrutaba de su superioridad, gritando y brincando en la vía, sintiéndose ganador por primera vez en su vida. A la velocidad del rayo, el Pelos se abalanzó sobre Blanquito, salvándole la vida, un instante antes de que el tren pasase como un espíritu colosal, con una estela de hojas secas, periódicos propagandísticos y ventisca ocre de arena. Los dos chicos fueron arrastrados varios metros. Al cabo de media hora, fueron encontrados más allá del cruce, magullados pero vivos. Blanquito seguía con su alegría vencedora. Todos sabían que la tiranía del Pelos había acabado.
Desde que el Pelos entró en la campana y aguantó estoicamente mientras los chicos contaban las quince constantinoplas y golpeaban con furia el bidón, Blanquito se convirtió en líder supremo. El niño cambió completamente, física y psíquicamente. Todas las actividades clandestinas pasaban por su aprobación y nunca fue vencido en ningún juego de tren, porque ningún niño se atrevió a retarlo. Se rumoreaba que Blanquito estaba un poco loco. Bajo el reinado de Blanquito, el Pelos se mantuvo a la sombra, ignorados por todos y rabiando la envidia por su rival.
Cuando cumplieron los quince años, el tren se detuvo en Crucero. Toda la ciudad pareció revivir y sus habitantes se agolparon en la estación. El motivo de la detención era la búsqueda de reclutas jóvenes para los frentes nacionalistas. El gobierno militar necesitaba jóvenes quinceañeros, sin importar perfil o abolengo social. Los padres de Blanquito lo alistaron sin dudarlo, pues en los últimos años su hijo se había convertido en un delincuente y había descuidado sus estudios, rechazando un futuro en la tienda de mecánica ferroviaria de su padre. Del mismo modo, los padres del Pelos hicieron lo mismo con su hijo, pues eran de aquellas familias pobres que vivían en las casas abandonadas del otro lado del cruce, y hacía años que no se podían hacer cargo de su hijo, por no hablar del futuro de miseria que le esperaba ocupando edificios abandonados en ruina.
Así que los dos niños compartieron destino en aquel tren, sentados cada uno en la otra punta del vagón, sin mirarse, sin hablarse, solo vigilando el reflejo el uno del otro en el techo de cristal, como un sobrante de la antigua rivalidad infantil.
En la capital, les asignaron un número de registro y un barracón. Debido a la cercanía de sus números de registro, Blanquito y el Pelos compartieron la misma actividad, de forma silenciosa y fingiendo no conocerse, enterrando de mutuo acuerdo el pasado de Crucero. De esta manera, los dos entraron a formar parte de un experimento que el ejército estaba realizando sobre en el cuerpo de artilleros. Blanquito y el Pelos eran cobayas para probar un nuevo traje de seguridad que retenía la energía cinética de las explosiones. El traje se componía de varios módulos formados por pesados armazones cuyo diseño estaba basado en la constante de Boltzmann. Cada armazón protegía una extremidad del cuerpo, ajustándose como un exoesqueleto incómodo y aparatoso. La armadura se completaba con un peto que cubría el torso, y un casco – gorjal que reducía drásticamente la visión.
En un principio, los muchachos fueron testados en diversas pruebas antes de hacerles vestir el traje. Se les expuso a atmósferas con una presión superior a los de la Tierra. Se les sometió a ejercicios de resistencia térmica, así como psicológica. Se les obligó a participar en actividades para superar el umbral del dolor. Muy pocos pasaron estas pruebas. Muy pocos consiguieron vestir el traje.
De nuevo, de mayores, los dos niños no recordaban el porqué de su rivalidad en el campo de pruebas, pero ambos pasaron las pruebas y fueron miembros del cuerpo de artilleros y detonaciones. Quizá recordaban la infancia metidos en el bidón, mientras los demás chicos golpeaban el oxidado metal. Junto a un selecto grupo, fueron los reclutas más jóvenes en probar el traje en el campo de batalla.
Entraron los primeros en aquel pueblo del norte. Eran cinco hombres vestidos con el traje especial, para barrer y detectar las minas y explosivos que hubiese colocado la guerrilla. El resto del ejército esperaba a la entrada a que los artilleros limpiasen la zona, antes de continuar la marcha hacia la capital. Las primeras explosiones comenzaron a oírse a los pocos instantes en que los cinco hombres se desplegaron. El pueblo abandonado estaba plagado de explosivos. Era una trampa.
Edificios enteros estaban repletos de bombas caseras y de explosivos extranjeros donados por los países que ayudaban a la causa rebelde. Blanquito y el Pelos iban juntos. Blanquito iba despistado con las detonaciones que se oían a lo lejos y no se dio cuenta del mecanismo que pisaba. La metralla y la bola de fuego le dieron de lleno, envolviéndole y lanzándole a varios metros contra unos soportales. El Pelos se acercó a él y vio que había aterrizado en una zona llena de bombonas de carburante. Al caer, había presionado una báscula que soltaba el queroseno de las bombonas, que se acercaba lentamente a un par de teas encendidas. Al intentar ayudarle acercándose a él, el Pelos se había condenado. La bola de fuego los envolvió a los dos.
Aquella explosión fue la maestra. Provocó las mechas y mecanismos de las otras y la ciudad se convirtió en un infierno. El ejército vio como la ciudad ardía completamente en ese efecto dominó infranqueable, con lo que decidieron tomar un rodeo, sin esperar a los cinco artilleros. Supusieron que el traje no les sirvió y que ninguno de ellos sobrevivió. Así que tomaron el camino del desfiladero, que rodeaba el pueblo, lo que les llevó a otra trampa de la guerrilla, que les esperaba escondida entre los árboles. Pero eso es otra historia.
Nadie se preocupó por Blanquito y el Pelos. Murieron juntos, como amigos, dejando a un lado la rivalidad que traían de Crucero. Sus familiares recibieron un papel en el que se notificaba la defunción de los muchachos, pero nunca recibieron cuerpo alguno. Se celebraron ambos entierros con ataúdes huecos, con miradas vacías.
Sin embargo, dos siluetas salieron del pueblo en llamas aquel día. Sintieron una sensación familiar, como cuando los golpes cesaban y salían de aquel bidón de latón, cuando todo acababa y sentían una zozobra aliviadora al saber que perdieron el juego. Al parecer, el traje cumplió su cometido y los mantuvo con vida en mitad de aquella tormenta ígnea. Olvidados por todos, ni la guerrilla ni el ejército los encontró nunca. Vivieron en el monte, como amigos, cazando y durmiendo bajo la copa de los árboles. Su presencia fue notada en ocasiones por las patrullas rebeldes, como un susurro más de los que pueblan el bosque.

sábado, 23 de marzo de 2013

EL MERCADO MÓVIL






Madrid.
Octubre. Año 2071.
Lunes. 8.45 de la mañana



Aquel día los comerciantes madrugaron. Se habían reunido con todas las bolsas y carromatos en la estación donde salía el primer metro. Tal y como había dispuesto el Sindicato de Transportes, se distribuyeron según lo convenido, instalándose cada uno de ellos en el vagón convenido.

El primer vagón siempre estaba ocupado por los hermanos Moldoveanu, cinco rumanos acordeonistas que tocaban viejas canciones con una torpe danza provocada por la zozobra oscilante de las vías. Se movían de punta a punta del vagón, lanzando sonrisas doradas a los pasajeros que raramente les hacían caso. Los más jóvenes, los universitarios, siempre bailaban con ellos, a pesar de las horas tempranas, de la mala pinta de los hermanos y del mal olor de sus oscuros anoraks. Y por supuesto, al final les tenían que pagar.

En el segundo vagón, hacían sus rondas los enfermos. Cada 15 minutos, un paciente con una patología distinta exponía su caso a los viajeros, con su carnet de enfermo y la nómina de los medicamentos y los servicios sanitarios. Rara era la vez que alguno de esos enfermos no lloraba, por eso los viajeros si podían evitaban ese vagón. Y los que por casualidad se subían a él, pegaban la vista al suelo y se aislaban con su música, evitando las miradas acuosas. A decir verdad y aún a riesgo de parecer frívolo, los viajeros se lo pasaban mejor en los otros vagones. Allí siempre estaban las cámaras de televisión, captando una historia para el informativo del mediodía.

El tercer vagón pertenecía a la señora Marisa. Vendía todo tipo de joyas y baratijas que ella misma hacía. Este vagón tenía mucho éxito entre las féminas, pues aunque el material era de dudosa calidad, las orfebrerías de Marisa eran muy celebradas y vendidas por su asequible precio. La señora Marisa era la comerciante de metro más próspera. Tanto era esto así que se atrevió a ampliar su negocio vendiendo flores amarillas. Le hacía la competencia a su hermana Pilar, que vendía en el vagón de al lado orquídeas y tulipanes. Pero como el amor fraternal era más fuerte que la competencia del libre mercado, las dos hermanas aunaron fuerzas y decidieron compartir mismo vagón, vendiendo joyas y flores amarillas.

De ahí que en el cuarto vagón estuviera Antonio “el llantos” vendiendo sus clínex y chocolatinas. Su discurso duro pero emotivo era ya de sobra conocido por los viajeros, lo que no quitaba que dejase de despertar la misericordia en alguno nuevo. Por media moneda, podías limpiar ese moco atrevido de las mañanas de invierno, además de llevarte un acertado y atinado comentario político de Antonio.

En el quinto vagón vendía libros Raquel, una mujer de mediana edad con doble licenciatura en Filología y Periodismo, con un Máster en Relaciones y Públicas y toda la vida parada. Movía su estantería de ruedas improvisadas mostrando a los viajeros sus libros y revistas. En las primeras horas del día, siempre se le acababan las revistas, pues ningún viajero quería sumergirse en sus pensamientos mientras esperaba a que su destino llegase. Preferían leer las revistas de Raquel, aunque fueran del año pasado. En la estantería siempre quedaban los mismos libros: una antología de Emilio Carrere, una edición muy antigua de Memorias del subsuelo, de Dostoievski, y dos o tres folletines más de Juan Madrid. Aquella mañana Raquel iba a tener suerte. Un viajero de gabardina larga, sombrero, pashmina de cashemir rojo, greñas plateadas y gafas redondas estaba hojeando el enorme tomo titulado Auge y caída del Imperio Austrohúngaro (1867-1919). La alegría se percibía en el rostro angelical de Raquel cuando el viajero desconocido le ofreció los billetes por el pesado tomo que tanto le impedía aquella mañana mover debidamente su carrito.

En el sexto vagón se encontraban los chinos. Vendían todo tipo de mercancías, pero lo que más éxito tenía eran sus ropas. Nadie sabía si se trataban de imitaciones o de originales, pero sus trajes eran mejores que los de los centros comerciales, y más económicos. Alguna vez al mes, tres matones gitanos se subían en ese vagón para reclamar la deuda que los chinos habían contraído al comprar la mercancía. Es de justicia decir que muchos de los viajeros que se encontraban en ese vagón no tenían interés alguno en la ropa, sino más bien esperaban la entrada de los recaudadores zíngaros y poder observar en directo un buen espectáculo.


El séptimo vagón pertenecía a una asociación llamada “Arte Urbano”. Rapsodas que fusionaban hip-hop y flamenco, pintores de espray, skaters, magos rastafari y demás artistas callejeros se reunían en ese vagón para compartir su pasión. Lo cierto es que habían establecido un buen sistema de eventos, llenos de recitales, conciertos, ferias y demás encuentros. Era el único vagón de pago.

Los últimos tres vagones pertenecían a madame Astrid y sus chicas. A partir de la medianoche, esos vagones, solamente de pasajeros durante el día, se llenaban de hermosas mujeres ligeras de ropa, bailando sensualmente en las barras. Astrid mandaba a sus chicas tapar los neones de los vagones con papel charol de color rojo y llevar puesta la menor cantidad de ropa posible. Algo, pero que insinuara. Llevaban música electrónica cuyos drones y clústers sostenidos hipnotizaban a los viajeros que entraban a buscar a alguna chica. Cuando el viajero estaba seguro de su elección, la chica le daba su contacto y quedaban en un hotel cerca de la siguiente parada. Porque allí no se fornicaba. Estaba prohibido. Paulo “el portugués”, un enorme y seboso brasileño de chupa de cuero, se encargaba de que eso no ocurriera. Más de una vez había cortada algún baile sensual que pretendía acabar en paja. El portugués echaba al viajero en la siguiente estación y la chica recibía su paliza habitual.

Este era el día a día del metro. Cada parada tenía el nombre de la empresa que la patrocinaba: Gerolontogic International, Medios De Comunicación Unidos S.A., Intertelefonía & Asociados, etc. Los conductores recibían comisión por reducir la velocidad de sus viajes. Incluso alguno, más untado que lo habitual, detenía por minutos el tren en un túnel para que los comerciantes tuvieran más oportunidad de lucirse con sus trueques y negocios. Los músicos interpretaban sus mejores temas en estos interludios. Mientras, los pasajeros, comprando o disfrutando con los comerciantes, ignoraban la obscenidad de aquel mercado móvil y lo veían como una evolución natural de aquellos primitivos vendedores de clínex y músicos que se atrevieron a exhibirse por primera vez cuando el metro solo era un medio de transporte.