"Me parecía que el agua, el cielo, las nubes, los árboles, tenían conciencia de la dicha que me proporcionaban. No tenía ninguna idea preconcebida. Ser pintor no es un profesión, como no lo es ser anarquista, amante, corredor, soñador o aficionado al boxeo. Es un capricho de la naturaleza."

MAURICE DE VLAMINCK (1929)

sábado, 23 de marzo de 2013

EL MERCADO MÓVIL






Madrid.
Octubre. Año 2071.
Lunes. 8.45 de la mañana



Aquel día los comerciantes madrugaron. Se habían reunido con todas las bolsas y carromatos en la estación donde salía el primer metro. Tal y como había dispuesto el Sindicato de Transportes, se distribuyeron según lo convenido, instalándose cada uno de ellos en el vagón convenido.

El primer vagón siempre estaba ocupado por los hermanos Moldoveanu, cinco rumanos acordeonistas que tocaban viejas canciones con una torpe danza provocada por la zozobra oscilante de las vías. Se movían de punta a punta del vagón, lanzando sonrisas doradas a los pasajeros que raramente les hacían caso. Los más jóvenes, los universitarios, siempre bailaban con ellos, a pesar de las horas tempranas, de la mala pinta de los hermanos y del mal olor de sus oscuros anoraks. Y por supuesto, al final les tenían que pagar.

En el segundo vagón, hacían sus rondas los enfermos. Cada 15 minutos, un paciente con una patología distinta exponía su caso a los viajeros, con su carnet de enfermo y la nómina de los medicamentos y los servicios sanitarios. Rara era la vez que alguno de esos enfermos no lloraba, por eso los viajeros si podían evitaban ese vagón. Y los que por casualidad se subían a él, pegaban la vista al suelo y se aislaban con su música, evitando las miradas acuosas. A decir verdad y aún a riesgo de parecer frívolo, los viajeros se lo pasaban mejor en los otros vagones. Allí siempre estaban las cámaras de televisión, captando una historia para el informativo del mediodía.

El tercer vagón pertenecía a la señora Marisa. Vendía todo tipo de joyas y baratijas que ella misma hacía. Este vagón tenía mucho éxito entre las féminas, pues aunque el material era de dudosa calidad, las orfebrerías de Marisa eran muy celebradas y vendidas por su asequible precio. La señora Marisa era la comerciante de metro más próspera. Tanto era esto así que se atrevió a ampliar su negocio vendiendo flores amarillas. Le hacía la competencia a su hermana Pilar, que vendía en el vagón de al lado orquídeas y tulipanes. Pero como el amor fraternal era más fuerte que la competencia del libre mercado, las dos hermanas aunaron fuerzas y decidieron compartir mismo vagón, vendiendo joyas y flores amarillas.

De ahí que en el cuarto vagón estuviera Antonio “el llantos” vendiendo sus clínex y chocolatinas. Su discurso duro pero emotivo era ya de sobra conocido por los viajeros, lo que no quitaba que dejase de despertar la misericordia en alguno nuevo. Por media moneda, podías limpiar ese moco atrevido de las mañanas de invierno, además de llevarte un acertado y atinado comentario político de Antonio.

En el quinto vagón vendía libros Raquel, una mujer de mediana edad con doble licenciatura en Filología y Periodismo, con un Máster en Relaciones y Públicas y toda la vida parada. Movía su estantería de ruedas improvisadas mostrando a los viajeros sus libros y revistas. En las primeras horas del día, siempre se le acababan las revistas, pues ningún viajero quería sumergirse en sus pensamientos mientras esperaba a que su destino llegase. Preferían leer las revistas de Raquel, aunque fueran del año pasado. En la estantería siempre quedaban los mismos libros: una antología de Emilio Carrere, una edición muy antigua de Memorias del subsuelo, de Dostoievski, y dos o tres folletines más de Juan Madrid. Aquella mañana Raquel iba a tener suerte. Un viajero de gabardina larga, sombrero, pashmina de cashemir rojo, greñas plateadas y gafas redondas estaba hojeando el enorme tomo titulado Auge y caída del Imperio Austrohúngaro (1867-1919). La alegría se percibía en el rostro angelical de Raquel cuando el viajero desconocido le ofreció los billetes por el pesado tomo que tanto le impedía aquella mañana mover debidamente su carrito.

En el sexto vagón se encontraban los chinos. Vendían todo tipo de mercancías, pero lo que más éxito tenía eran sus ropas. Nadie sabía si se trataban de imitaciones o de originales, pero sus trajes eran mejores que los de los centros comerciales, y más económicos. Alguna vez al mes, tres matones gitanos se subían en ese vagón para reclamar la deuda que los chinos habían contraído al comprar la mercancía. Es de justicia decir que muchos de los viajeros que se encontraban en ese vagón no tenían interés alguno en la ropa, sino más bien esperaban la entrada de los recaudadores zíngaros y poder observar en directo un buen espectáculo.


El séptimo vagón pertenecía a una asociación llamada “Arte Urbano”. Rapsodas que fusionaban hip-hop y flamenco, pintores de espray, skaters, magos rastafari y demás artistas callejeros se reunían en ese vagón para compartir su pasión. Lo cierto es que habían establecido un buen sistema de eventos, llenos de recitales, conciertos, ferias y demás encuentros. Era el único vagón de pago.

Los últimos tres vagones pertenecían a madame Astrid y sus chicas. A partir de la medianoche, esos vagones, solamente de pasajeros durante el día, se llenaban de hermosas mujeres ligeras de ropa, bailando sensualmente en las barras. Astrid mandaba a sus chicas tapar los neones de los vagones con papel charol de color rojo y llevar puesta la menor cantidad de ropa posible. Algo, pero que insinuara. Llevaban música electrónica cuyos drones y clústers sostenidos hipnotizaban a los viajeros que entraban a buscar a alguna chica. Cuando el viajero estaba seguro de su elección, la chica le daba su contacto y quedaban en un hotel cerca de la siguiente parada. Porque allí no se fornicaba. Estaba prohibido. Paulo “el portugués”, un enorme y seboso brasileño de chupa de cuero, se encargaba de que eso no ocurriera. Más de una vez había cortada algún baile sensual que pretendía acabar en paja. El portugués echaba al viajero en la siguiente estación y la chica recibía su paliza habitual.

Este era el día a día del metro. Cada parada tenía el nombre de la empresa que la patrocinaba: Gerolontogic International, Medios De Comunicación Unidos S.A., Intertelefonía & Asociados, etc. Los conductores recibían comisión por reducir la velocidad de sus viajes. Incluso alguno, más untado que lo habitual, detenía por minutos el tren en un túnel para que los comerciantes tuvieran más oportunidad de lucirse con sus trueques y negocios. Los músicos interpretaban sus mejores temas en estos interludios. Mientras, los pasajeros, comprando o disfrutando con los comerciantes, ignoraban la obscenidad de aquel mercado móvil y lo veían como una evolución natural de aquellos primitivos vendedores de clínex y músicos que se atrevieron a exhibirse por primera vez cuando el metro solo era un medio de transporte.    

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