"Me parecía que el agua, el cielo, las nubes, los árboles, tenían conciencia de la dicha que me proporcionaban. No tenía ninguna idea preconcebida. Ser pintor no es un profesión, como no lo es ser anarquista, amante, corredor, soñador o aficionado al boxeo. Es un capricho de la naturaleza."
MAURICE DE VLAMINCK (1929)
MAURICE DE VLAMINCK (1929)
domingo, 1 de junio de 2014
LA BESTIA
Con
las últimas luces del ocaso, el niño miraba a su tía cómo recogía la ropa
tendida al viento, en el patio trasero de la casa. Cuando la mujer acabó, miró
al niño sonriendo.
-Pero
qué guapo es mi sobrino Ángel.
Tras
esta reflexión y como si no estuviera haciendo algo absurdo y sin sentido, colocó
en la cuerda un pañuelo rojo muy llamativo y grande. Recogió el balde con la
ropa seca y entró en la casa. Ángel no preguntó, porque sabía perfectamente lo
que significaba ese pañuelo: su tío del monte vendría a casa aquella noche.
Dejando
el solitario y ridículo pañuelo, Ángel siguió los pasos de su tía. En la
cocina, una olla de barro barbotaba al fuego. La anciana abuela removía el
guiso y cortaba pan de la hogaza. Ángel ya sabía todas las respuestas, pero
preguntaba para poner en un aprieto a la vieja.
-Abuela,
¿por qué usas hoy la cazuela grande?
-¿Quién
se va a comer tantas sopas de ajo, abuela?
-¿Llevan
trucha? ¡Pero sí hoy no es Pascua!
-Abuela,
¿por qué te has arreglado esta noche si no hay rosario?
Al
final, la anciana le pedía con la paciencia perdida que fuera a buscar a su
abuelo y a su padre. Ángel obedeció taciturno, mientras corría hacia los
huertos. Allí no encontró a los hombres. Seguramente estarían en la cuadra.
A
través de la ventana del pesebre, vio a su padre atando una enorme vaca que se
resistía y se quejaba de la gruesa soga. Los ojos nerviosos y oscuros de la
vaca miraron a Ángel. De alguna manera, le estaban pidiendo auxilio. Pero tenía
seis años y era mayor para que le diera pena que matasen a los animales. El
abuelo colocó un poco de heno en el comedero y rellenó el caldero de agua. Se
dirigieron a la puerta y mientras cerraban con llave, saludaron al niño como si
fuera un adulto y disimularon muy mal su inquietud.
No
preguntó para qué era la vaca. Se limitó a aguantarse la curiosidad, como se
aguantaba el pis en las noches de invierno. Pues sabía perfectamente que esa
noche vendría el tío del monte, el que llevaba años huido y escondido en la vieja
mina, el perseguido por el gobierno y al que todos temían en el pueblo.
Con
la tripa llena de sopas de ajo, Ángel miraba recortarse la silueta de la torre
en el cielo estrellado por la ventana de la cocina. Su abuela, al lado, tejía
en silencio dirigiéndole de vez en cuando alguna mirada por encima de las
gafas. Ángel fingía no darse cuenta. La abuela miraba también a su padre,
pidiendo silente ayuda. Todos callaban, aparentando normalidad. Pero la torre
de la iglesia lanzó sus once campanadas, y entonces no hubo vuelta atrás. La
abuela dejó la tarea y se dirigió a Ángel para que se fuera a la cama. Peleó
como un campeón, como el Guerrero del Antifaz, de modo que tuvo que unirse su
tía, y por último, su padre, que fue el golpe de gracia. Contra él y su
sobriedad espartana no pudo nada. Con resignación y arrastrando los pies, enfiló
el negro pasillo y se fue a la cama seguido de las dos mujeres.
Ya
arropado y mientras recitaba la oración, pensó que lo mejor sería hacerse el
niño bueno. Al finalizar la oración y como todas las noches, Ángel pidió por su
madre muerta, que lo estaría mirando desde el cielo. Satisfechas, las dos
mujeres le dejaron. Oyó cómo todos apagaban las luces y salían a la calle,
cerrando la puerta con llave. Se habían tragado su pantomima.
Ángel
se levantó y corrió hasta el patio. Conocía un hueco en la tapia de adobe que
era justo de su tamaño. Se coló por él y atravesó las calles sin luz hasta los
huertos, asustado y entusiasmado por correr una de esas aventuras de los tebeos,
por ver por primera vez a su tío el del monte. Una luz amarilla salía de la
ventana del chamizo. Se fue a esconder tras una de las salvajes matas que
nacían al pie del sumidero y con las que su abuelo hacía escobas. Desde allí, era
un espectador privilegiado de todo lo que ocurría en la cuadra. Vio a su
familia, esperando en silencio con la humeante cazuela de sopas de ajo.
Al
final de la calle, una silueta iba creciendo a medida que se acercaba. Era un
hombre armado con una metralleta, como los soldados americanos que salían en
“Hazañas Bélicas”. Se acercó a la familia y la luz del pesebre le lamió el
rostro y Ángel pudo ver al fin a su tío el del monte. Era un hombre greñudo y
barbudo, de aspecto feroz, que aparentaba unos treinta años muy mal llevados.
Pero había algo en él de refinado, una especie de aristocrático anacronismo en su
figura. Su nariz y pómulos pronunciados despedían
algo de salvaje, un reflejo de los urces y brezos por los que se arrastraba. Y
sus ojos, la oscuridad de la cueva en la que se escondía. Con espasmo, el niño
se fijó en que la metralleta que llevaba era falsa, un cúmulo de ramas y
troncos atados con cordel que de lejos simulaban la forma de un arma de fuego.
Era como si el tío no la necesitase para defenderse, como si solo la tuviese
para asustar y anunciar de lejos su presencia.
Saludó
adustamente a todos los miembros de la familia, que no se atrevían a mirarle a
la cara. La tía y su padre, más jóvenes, tras el ortopédico abrazo, no pudieron
disimular el asco que les producía su presencia. Todos experimentaban un miedo
religioso, excepto la abuela, que lo observaba con orgullo en los ojos y el
mentón elevado. Sin decir más, el tío se fue quitando la ropa lentamente hasta
quedarse completamente desnudo. Miró a su familia y entró en la cuadra,
cerrando la puerta tras de sí.
La
vaca comenzó a respirar nerviosamente y sus mugidos amenazantes y golpes secos
de las coces eran ensordecedores. Entre ellos, se podía adivinar el arrastrar
de pies desnudos del tío sobre el cemento frío. De repente, un aullido
desgarrador atravesó la noche y atrapó con un espasmo de terror a Ángel, que se
creía seguro en su escondite. Al berrido le siguió el sonido del desplome del
animal y un silencio líquido de gotas espesas. Su familia no quitaba la vista
del suelo.
Se
abrió con un breve quejido la puerta y salió el tío, cubierto de sangre desde
la boca hasta los pies. La dentadura era brillante y blanca, simétricamente
aterradora. El padre y el abuelo entraron en la cuadra sin mirarle y se
llevaron a rastras el cuerpo sin vida de la vaca, que tenía la garganta
destrozada. Después, el tío se lavó en el agua fría de la pila de piedra. De su
boca no salía vaho. Se vistió en silencio. Con la expresión ahora mucho más
cálida, se despidió de todos. La abuela le ofreció la cazuela de sopas.
-Querida
bisnieta, no tenías que haberte molestado. Los compañeros te agradecerán este
detalle.
Ángel no fue capaz de oír las palabras de su
tío. Pero sí fue consciente cuando miró hacia el matorral y le sonrió. De
alguna manera, el tío supo que estaba allí, pero no dijo nada. Solo le dirigió
una mirada de complicidad, de conocimiento silente en el que se compilaron
todos los años de niñez y juventud que le quedaban por delante, en un país
ahogado por la posguerra y la superstición. Supo entonces que siempre habría un
sitio para él junto a su tío, en lo salvaje del monte donde se forjan las
leyendas.
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Relato seleccionado como finalista en el VII Premio Cryptshow Festival de Relato de Terror, Fantasía y Ciencia Ficción de Barcelona. El texto será incluido en el libro Cryptonomikon VII, que se podrá adquirir en el propio festival en formato papel y también a través de internet en formato papel y digital.
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